20 Enero 09
He venido hoy aquí con una actitud modesta frente a la labor que tenemos por delante, agradecido por la confianza que habéis depositado en mí y consciente de los sacrificios que hicieron nuestros antepasados. Quiero dar las gracias al presidente Bush por su servicio a nuestra nación, así como por la generosidad y la cooperación de las que ha hecho gala a lo largo de esta transición.
Cuarenta y cuatro estadounidenses han jurado ya la presidencia. Estas palabras se han pronunciado con vientos favorables de prosperidad y mares de paz en calma. No obstante, de vez en cuando este juramento se ha prestado entre nubes de tormenta y tempestades embravecidas. En esos momentos, Estados Unidos ha seguido adelante no sólo por la habilidad o las ideas de los que estaban en la presidencia, sino porque Nosotros, El Pueblo, nos hemos mantenido fieles a los ideales de nuestros ancestros y a nuestros documentos fundacionales.
Así ha sido y así ha de ser con esta generación de estadounidenses.
Ya ha quedado claro que estamos en medio de una crisis. Nuestra nación está en guerra contra una red de violencia y de odio muy extendida. Nuestra economía está muy debilitada, como consecuencia de la avaricia y de la irresponsabilidad de algunos, pero también de nuestro fracaso colectivo por no haber tomado decisiones difíciles ni preparado al país para una nueva era. Hay gente que ha perdido su casa; empleos que han desaparecido; negocios que se han ido a pique. Nuestra atención médica es demasiado cara; nuestros colegios han fallado a demasiados; y cada día hay más pruebas de que las formas que tenemos de utilizar la energía fortalecen a nuestros adversarios y amenazan a nuestro planeta.
Éstos son indicadores de la crisis, sujetos a datos y a estadísticas. Menos mensurable, pero no menos profunda, es la pérdida de confianza que está viviendo nuestro país: un miedo acuciante a que el declive de Estados Unidos sea inevitable y de que la próxima generación tenga que reducir sus expectativas.
Hoy os digo que los retos a los que nos enfrentamos son reales. Son graves y son muchos. No los vamos a poder superar fácilmente ni en un corto periodo de tiempo. Pero quiero que Estados Unidos sepa algo: vamos a superarlos.
En este día nos reunimos porque hemos elegido la esperanza por encima del miedo, la unidad de propósito por encima del conflicto y la discordia.
En este día queremos proclamar el fin de los agravios insignificantes y de las falsas promesas, de las recriminaciones y de los dogmas anticuados, que llevan demasiado tiempo estrangulando nuestra política.
Seguimos siendo una nación joven, pero como dicen las Escrituras, ha llegado la hora de dejar a un lado los infantilismos. Ha llegado la hora de reafirmar nuestro espíritu resistente; de elegir nuestra mejor historia; de impulsar ese preciado don, esa noble idea, que ha ido pasando de generación en generación: la promesa hecha por Dios de que todos somos iguales, de que todos somos libres y de que todos nos merecemos la oportunidad de perseguir al máximo nuestra felicidad.
Al reafirmar la grandeza de nuestra nación, comprendemos que la grandeza nunca es algo regalado. Hay que ganársela. Nuestro viaje nunca se ha caracterizado por los atajos o por el conformarnos con poco. No ha sido un camino para pusilánimes, para los que prefieren el ocio al trabajo o los que buscan sólo los placeres de las riquezas y de la fama. Han sido más bien los que corren riesgos, los emprendedores, los que hacen cosas - algunos alabados por ello, pero la mayoría de las veces hombres y mujeres cuya labor ha pasado desapercibida – lo que nos han guiado por el largo y arduo camino hacia la prosperidad y la libertad.
Por nosotros se echaron al hombro sus pocas posesiones terrenales y surcaron océanos en busca de una nueva vida.
Por nosotros trabajaron en fábricas donde se explotaba a los trabajadores y poblaron Occidente, aguantaron el azote de los látigos y araron la dura tierra.
Por nosotros combatieron y murieron, en lugares como Concord y Gettysburg, Normandía y Khe Sahn.
Una y otra vez, estos hombres y mujeres se esforzaron y se sacrificaron y trabajaron hasta despellejarse las manos para que nosotros pudiéramos tener una vida mejor. Para ellos Estados Unidos era mayor que la suma de nuestras ambiciones individuales; mayor que todas las diferencias de nacimiento o de riqueza o de ideología.
Es un viaje que proseguimos hoy. Seguimos siendo la nación más próspera y poderosa de la Tierra. Nuestros trabajadores no son menos productivos que cuando empezó la crisis. Nuestras mentes no son menos inventivas, nuestras mercancías y nuestros servicios no son menos necesarios que la semana pasada, el mes pasado o el año pasado. Nuestra capacidad sigue intacta. Pero el tiempo de adherirnos firmemente a nuestras creencias, de proteger intereses limitados y de retrasar las decisiones desagradables, ese tiempo ciertamente ha pasado. A partir de hoy, debemos levantarnos, sacudirnos el polvo, y reanudar el trabajo de rehacer Estados Unidos.
Porque miremos adonde miremos, hay trabajo por hacer. La situación de la economía exige acción, audaz y rápida, y actuaremos; no sólo para crear nuevos puestos de trabajo, sino también para establecer nuevas bases para el crecimiento. Construiremos carreteras y puentes, redes eléctricas y líneas digitales, que alimentarán nuestro comercio y nos mantendrán unidos. Devolveremos la ciencia al lugar que le corresponde, y aprovecharemos las maravillas tecnológicas para aumentar la calidad de la atención sanitaria y reducir su coste. Aprovecharemos el sol, los vientos y el suelo para impulsar nuestros coches y poner en funcionamiento nuestras fábricas. Y transformaremos nuestros colegios, institutos y universidades para que cubran las necesidades de una nueva era. Todo esto podemos hacerlo. Y lo haremos.
Ahora bien, hay quienes cuestionan la escala de nuestras ambiciones, que insinúan que nuestro sistema no soportará demasiados planes grandiosos. Tienen poca memoria. Porque han olvidado lo que este país ya ha hecho; lo que los hombres y las mujeres libres pueden conseguir cuando la imaginación se une al propósito común, y la necesidad a la valentía.
Lo que los escépticos no entienden es que el terreno que pisan ha cambiado; que las discusiones políticas trasnochadas que durante tanto tiempo nos han consumido ya no son válidas. La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro Gobierno es demasiado grande o demasiado pequeño, sino si funciona; si ayuda a las familias a encontrar trabajos con un sueldo decente, atención sanitaria que puedan pagar, una jubilación digna. Allí donde la respuesta sea sí, nuestra intención es avanzar. Cuando la respuesta sea no, los programas cesarán. Y quienes administramos los dólares de los ciudadanos deberemos rendir cuentas – gastar con prudencia, reformar los malos hábitos, y hacer nuestros trabajo a la luz del día – porque sólo entonces podremos restaurar la confianza vital entre los ciudadanos y su Gobierno.
La cuestión tampoco es si el mercado es una fuerza para bien o para mal. Aunque su poder para generar riqueza y aumentar la libertad es incomparable, la presente crisis nos ha recordado que, sin un ojo que lo vigile, el mercado puede descontrolarse, y que una nación no puede prosperar por mucho tiempo amparando únicamente a los favorecidos. El éxito de nuestra economía siempre ha dependido no sólo del tamaño de nuestro Producto Interior Bruto, sino también del alcance de nuestra prosperidad; de nuestra habilidad para ofrecer oportunidades a toda persona dispuesta, no por caridad, sino porque es el camino más seguro para lograr el bien común.
En cuanto a la defensa común, rechazamos por su falsedad el hecho de que tengamos que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales. Nuestros Padres Fundadores, enfrentados a peligros que a duras penas alcanzamos a imaginar, redactaron una carta para garantizar el imperio de la ley y los derechos del hombre, una carta alargada con la sangre de generaciones. Esos ideales siguen iluminando el mundo y, por nuestro propio bien, no renunciaremos a ellos. Por eso les digo a todos los pueblos y gobiernos que hoy tienen la mirada puesta en nosotros, desde las grandes capitales hasta el pequeño pueblo que vio nacer a mi padre: sabed que Estados Unidos es amigo de toda nación y de todo hombre, mujer y niño que busque un futuro de paz y dignidad, y que estamos dispuestos a tomar la iniciativa una vez más.
Recordad que generaciones anteriores se enfrentaron al fascismo y al comunismo no sólo con misiles y tanques, sino con sólidas alianzas y convicciones imperecederas. Entendieron que nuestro poder no puede protegernos por sí solo, y que tampoco nos autoriza a hacer lo que nos plazca. Por el contrario, sabían que nuestro poder crece cuando se usa de forma prudente; nuestra seguridad emana de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo, las cualidades moderadoras de la humildad y la moderación.
Somos los guardianes de este legado. Guiados por esos principios una vez más, podemos responder a las nuevas amenazas que exigen incluso un mayor esfuerzo, incluso una mayor cooperación y comprensión entre naciones. Empezaremos a dejar responsablemente Irak a su pueblo, y a forjar una paz duramente ganada en Afganistán. Con viejos amigos y antiguos enemigos, trabajaremos sin descanso para disminuir la amenaza nuclear y hacer que retroceda el fantasma del calentamiento global. No vamos a disculparnos por nuestra forma de vida ni dudaremos en defenderla, y a aquellos que pretenden alcanzar sus objetivos infundiendo terror y masacrando a inocentes les decimos desde ahora que nuestro espíritu es más fuerte y que no puede quebrantarse; que no durarán más que nosotros, y que les derrotaremos.
Porque sabemos que nuestro legado como mosaico de culturas es un punto fuerte, no una debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, de judíos e hindúes, y de no creyentes. Estamos moldeados por todas las lenguas y culturas, sacadas de todos los rincones de esta Tierra; y como hemos probado la amarga bazofia de la guerra civil y de la segregación, y hemos emergido de ese tenebroso capítulo más fuertes y unidos, no podemos evitar creer que los viejos odios pasarán algún día; que las líneas tribales pronto se disolverán; que a medida que el mundo se vuelve más pequeño, nuestra humanidad común se dejará ver; y que Estados Unidos debe desempeñar su papel como guía en una nueva era de paz.
Al mundo musulmán le decimos que buscamos un nuevo camino hacia delante basado en el interés y el respeto mutuos. A esos líderes que hay por todo el mundo que pretenden sembrar el conflicto o culpar a Occidente de los males de sus sociedades, sabed que vuestro pueblo os juzgará por lo que podáis construir, no por lo que destruyáis. A aquellos que se aferran al poder mediante la corrupción y el engaño y el silenciamiento de la disensión, sabed que estáis en el lado equivocado de la historia, pero que os echaremos una mano si estáis dispuestos a aflojar el puño.
A la gente de las naciones pobres, nos comprometemos a trabajar con vosotros para hacer que vuestras granjas prosperen y permitir que fluya el agua limpia; para nutrir los cuerpos que se mueren de inanición y alimentar las mentes hambrientas. Y a aquellas naciones como la nuestra que disfrutan de una relativa abundancia, les decimos que no podemos seguir permitiéndonos la indiferencia hacia el sufrimiento fuera de nuestras fronteras; y que tampoco podemos agotar los recursos mundiales sin tener en cuenta el efecto. Porque el mundo ha cambiado, y debemos cambiar con él.
Al contemplar el camino que se abre ante nosotros, recordamos con humilde gratitud a esos valientes estadounidenses que, en este mismo momento, patrullan por desiertos lejanos y montañas distantes. Tienen algo que decirnos hoy, al igual que los héroes caídos que yacen en Arlington susurran a través de los tiempos. Les honramos no sólo porque son los guardianes de nuestra libertad, sino porque personifican el espíritu de servicio, una voluntad de encontrar significado en algo más grande que ellos mismos. Y aun así, en este momento ¿ un momento que va a definir una generación ¿ es precisamente este espíritu el que debe habitar en todos nosotros.
Porque al final, por encima de todo lo que el Gobierno pueda y deba hacer, están la fe y la determinación del pueblo estadounidense, del que depende este país. Es la amabilidad de acoger a un extraño cuando los diques se rompen, la generosidad de los trabajadores que prefieren recortar su jornada antes que ver a un amigo perder su trabajo, lo que nos ilumina en nuestros momentos más oscuros. Es la valentía de un bombero al precipitarse por una escalera llena de humo, pero también la voluntad de un padre de alimentar a su hijo, lo que finalmente decide nuestro destino.
Puede que nuestros retos sean nuevos. Puede que los instrumentos con los que nos enfrentarnos a ellos sean nuevos. Pero esos valores de los que depende nuestro éxito – el trabajo duro y la honestidad, la valentía y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo – estas cosas son antiguas. Estas cosas son verdaderas. Han constituido la fuerza silenciosa de nuestro progreso a lo largo de nuestra historia. Por tanto, lo que se requiere es un retorno a estas verdades. Lo que ahora se nos pide es una nueva era de responsabilidad, un reconocimiento por parte de cada estadounidense de que tenemos obligaciones hacia nosotros mismos, nuestro país y el mundo, obligaciones que no aceptamos a regañadientes, sino que asumimos de buena gana, con la seguridad de saber que no hay nada tan satisfactorio para el espíritu, tan determinante de nuestro carácter, como el darlo todo ante una tarea difícil.
Éste es el precio y la promesa de la ciudadanía.
Ésta es la fuente de nuestra confianza, el saber que Dios nos insta a darle forma a un destino incierto.
Éste es el significado de nuestra libertad y de nuestro credo, el motivo por el que hombres y mujeres y niños de todas las razas y todas las creencias pueden unirse en una celebración a lo largo de esta magnífica explanada, y el motivo por el que un hombre cuyo padre tal vez no habría podido trabajar en un restaurante local hace menos de 60 años, puede estar ahora ante ustedes para prestar el más sagrado de los juramentos.
Por tanto, recordemos este día como conmemoración de lo que somos y de lo lejos que hemos llegado. En el año del nacimiento de Estados Unidos, en el más frío de los meses, un pequeño grupo de patriotas se apiñaba en torno a hogueras moribundas a la orilla de un río helado. La capital había sido abandonada. El enemigo avanzaba. La nieve estaba teñida de sangre. En el momento en que el desenlace de nuestra revolución era más incierto, el padre de nuestra nación ordenó que se leyeran estas palabras a la gente:
“Que se le haga saber al mundo futuro... que en lo más crudo del invierno, cuando nada salvo la esperanza y la virtud podía sobrevivir... que la ciudad y el país, en guardia ante un peligro compartido, avanzaron para encontrarse [con él]”.
Estados Unidos. Frente a nuestros peligros compartidos, en este invierno de penurias, recordemos estas palabras intemporales. Con esperanza y virtud, desafiemos una vez más las corrientes heladas y soportemos cualquier tormenta que venga. Que los hijos de nuestros hijos digan que, cuando se nos puso a prueba, nos negamos a permitir que este viaje terminase, que no nos dimos la vuelta ni titubeamos; y con los ojos fijos en el horizonte y la gracia de Dios acompañándonos, fuimos portadores del gran don de la libertad y se lo entregamos sano y salvo a las generaciones futuras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario